Blog de Josep Maria Blasco


Soledad, compañía, trabajo


Publicado el 29 de diciembre de 2019.
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En la versión digital del periódico catalán La Vanguardia de hoy, 29 de diciembre de 2019, aparece un artículo titulado «¿Podremos clonarnos en el futuro en una inteligencia artificial?», en el que se hace referencia a unos denominados «avatares inteligentes». El artículo termina con dos frases que me interesa destacar:

Lo que habría que explorar si esta tecnología acaba siendo posible es [sic] las connotaciones psicológicas que puede tener. ¿Paliaría las situaciones de soledad o potenciaría el aislamiento al buscar la compañía del sucedáneo de una persona?

Es una pregunta que siempre se repite en este tipo de artículos: relacionarnos con «sucedáneos», ¿nos «aísla», o es un remedio contra la «soledad»? Cuestionamientos similares aparecen, por ejemplo, cuando se hace referencia a robots sexuales, muñecas «inteligentes», etcétera.

Quiero defender las siguientes ideas: 1) la pregunta está viciada de entrada, porque toma la «soledad» como un dato, como una realidad a «paliar», no como un problema social, mayoritariamente autoinfligido por las instituciones sociales que hemos creado nosotros mismos; y 2) el concepto de «paliativo» de la «soledad», además de ser profundamente antisocial, desconoce la ontología de los vínculos humanos y la noción, subyacente, de trabajo. En estos sentidos, la pregunta está saturada de una cosmovisión capitalista, que aparece como naturalizada.

Es un hecho que muchas personas, cada vez más de ellas, están tremendamente solas. El número de pacientes que recibimos que no se animan a confiar en nadie, absolutamente nadie, en su vida diaria, es cada vez mayor. El ciudadano moderno siente que ya no puede abrirse por completo con ningún semejante; es más, en muchísimos casos ya ni se le pasa por la cabeza la posibilidad de hacerlo. Con los amigos, todo se reduce al postureo; con los compañeros de trabajo, abrirse, ni loco, no sea que nos cause un problema en el futuro; con la pareja, mucho cuidado, no vaya a ser que se enfade y tengamos un conflicto; y así sucesivamente.

Este hecho se cuantifica, se tabula; se hacen estadísticas sobre ello, cada vez más finas, más sofisticadas: nivel de soledad según la clase social, la franja de edad, la modalidad de familia o la ausencia de ella, etcétera. Se habla de «plaga social»,[1] y se consideran modos de «paliar» esa supuesta plaga. Al equiparar la soledad a una enfermedad contagiosa se la introduce por la fuerza en el reino de los acontecimientos naturales: en cuanto a la soledad, podemos «paliar» sus efectos, pero no tenemos nada que ver con ella, como no somos responsables de contraer, por ejemplo, la gripe. No estamos ya muy lejos de demandar que se desarrolle una vacuna contra la soledad: como la de la gripe, no funcionaría bien del todo, pero evitaría muchos casos graves. Estaríamos estadísticamente «protegidos».

Bien considerado, sin embargo, es claro y manifiesto que la soledad no es un acontecimiento natural (y, por tanto, no puede ser una «enfermedad» ni tampoco una «plaga»). Tampoco es una responsabilidad exclusiva del sujeto; muchas terapias de diverso signo han cometido el error, verdaderamente grave, de hacer al paciente responsable, cuando no directamente culpable, de todos sus males, como si no existieran los condicionamientos sociales, culturales, económicos, etcétera. A la inversa, tampoco es un resultado inevitable de dichos condicionamientos: en caso contrario, sería imposible explicar la existencia de personas que han ido más allá de esa soledad, por medios muy diversos.

Pero esos condicionamientos pesan mucho. Mucho. La gran mayoría de las personas no tiene la fuerza ni el tiempo ni el dinero ni los imprescindibles recursos simbólicos para ir en contra de ellos. ¿En nombre de qué podría uno desafiar, por ejemplo, la idea, recibida, de que «no hay que fiarse de nadie»? Además, tampoco se sabría con quién hacerlo. ¿Con quién? Claro: la soledad no es algo que se solucione mediante un acto solitario, mediante una reflexión personal, mediante algún tipo de ascesis, de esfuerzo o de dieta; se necesita de otros para dejar de estar solo. Y esos otros tienen que estar comprometidos, como uno mismo, a dejar de estarlo.

¿Qué nos condiciona a estar solos? La falta de confianza en el otro; la sensación de que no es recomendable abrirse, pues no seremos escuchados o, directamente seremos maltratados, lo que digamos será utilizado en contra nuestra; la falta de con quién hacerlo: cada vez más gente ve discurrir su vida en una plena ausencia de interlocutores verdaderos; finalmente, la desaparición de la noción misma de abrirse con otro: hay personas a las que ni se les ha ocurrido que eso pueda hacerse.

Todos esos condicionantes están instituidos por discursos que los promocionan. «No te fíes de nadie, que la gente es muy mala», dice la familia; «Lo más importante es la familia» (idem: todos los demás te traicionarán, los únicos que no traicionamos somos nosotros); «No seas un perdedor» (es decir, compite a muerte con todos los demás para ser un «ganador»: los «perdedores», como puedes ver, se lo pasan fatal); «Sé tú mismo» (y salga el sol por Antequera; como sí «uno mismo» fuese una entidad especial y predeterminada que tendría «derecho», además, a «expresarse», a manifestarse); etcétera. El Estado tampoco se queda corto: «No escuches ningún discurso que no sea el mío; sólo encontrarás terrorismo, pornografía infantil, drogas y horrores variados; limítate a trabajar, y si experimentas alguna disfunción, tranquilo: ¡tenemos un paliativo!».

Las instituciones de las que nos hemos dotado están todas en crisis: el matrimonio ya no es un contrato masivo y completo que determina completamente la repartición de los roles afectivos, laborales y económicos, sino que es un contrato parcial que debe ser renegociado laboriosamente en cada una de sus partes. En realidad, el concepto de pareja ha pasado a ser una noción mal definida, casi vacía de contenido, que cada uno llena de contenido como le da la gana, hasta que, tarde o temprano, se produce, inevitablemente, un conflicto. Con la amistad pasa algo parecido: ya casi nadie sabría definir qué es un amigo, más allá de algunos tristes tópicos.

¿Es inevitable, esta situación? Desde luego que no. Pero, si es verdad lo que digo, si las instituciones están en crisis, cosa de la que es difícil dudar, habrá que inventar. Habrá que generar nuevas formas de relación. Habrá que volver a plantear los vínculos, probablemente por fuera de los modelos establecidos. Producir relaciones, fabricar vínculos, que ya no sean amigos, que no precisen ser amantes ni parejas, que se alejen de las vinculaciones familiares, que no sean compañeros de trabajo.

Rescatar de la amistad lo que sirve, y tirar a la basura todo lo demás. Lo mismo con la familia: una unión excesiva con nuestra familia de origen es tremendamente limitante (el famoso Complejo de Edipo), y la probabilidad de repetir esa estructura en la familia que uno funda (si es que lo hace) es altísima; pero hay atravesamientos familiares muy rescatables, que pueden ser muy interesantes. Encontrar, generar, crear, modalidades de afecto, de cariño, de corporalidad, de intimidad, que no precisen ser «de pareja». No restringir las modalidades de realización afectiva a la pareja: suele ser pedirle demasiado, y no es una estrategia de inversión libidinal razonable; tampoco en las inversiones afectivas es una buena idea poner todos los huevos en la misma cesta.

Por último, reinventar completamente el trabajo, la noción misma de trabajo, las llamadas relaciones de trabajo, los vínculos con los compañeros de trabajo.

La palabra «trabajo» está secuestrada por la figura de la actividad profesional. Como queda mal decir que uno tiene un trabajo alienado, que no le interesa gran cosa, los que se consideran profesionales de éxito dicen todos que su trabajo les encanta. Sin embargo, ¿pueden hacer, realmente, lo que desean, o al menos algo que les sirva a ellos mismos, cuando están trabajando, o lo que sucede es que se ven obligados a cumplir con las condiciones que un jefe, o un cliente, o el Ministerio de turno, les han impuesto? Sólo hay que escuchar sus bromas, o más bien sus quejas: «vaya marrón»; «esta semana ha sido infernal»; «diez años más y me jubilo». Tanto, tanto, no les puede gustar, lo que hacen; lo que no quieren es pasar por proletarios explotados. No se dan cuenta de que ellos también lo están, de explotados; aunque quizás se les tenga un poco más de consideración social, a cambio se les ha quitado hasta la posibilidad de darse cuenta de su propia explotación. Y se les suele pagar menos, en algunos casos mucho menos, que lo que puede cobrar, por ejemplo, un fontanero, que aunque no está tan bien considerado, en realidad, está muchísimo menos explotado.

Ahora bien, ¿qué es, realmente, el trabajo? Cualquier actividad que modifique mi realidad, eso es trabajo. No conocemos ninguna manera de modificar la realidad sin trabajar; a la inversa, cualquier modificación de nuestra realidad supone un trabajo que la realice, que la implemente, que la produzca, que la efectúe.

En este sentido, podemos distinguir tres tipos de trabajo.

Primero: el trabajo interior, el trabajo subjetivo. Puede ser consciente (tengo que resolver este problema), preconsciente (hay algo que voy rumiando, pero no me doy mucha cuenta) o inconsciente (por ejemplo, el freudiano trabajo del sueño, que fabrica los sueños que experimentamos).

Segundo: el trabajo intersubjetivo. Converso con el otro. No para «paliar mi soledad», sino porque quiero producir alguna modificación en la realidad que comparto con esa persona, aunque no sepa, conscientemente, muy bien cuál. Pongamos que necesito «expresarme»: cuando ya me he «expresado», he cambiado de estado (ya no siento la presión interior a «expresarme»), ha cambiado el estado de mi interlocutor (ahora conoce cosas de mí mismo que antes no sabía), ha cambiado el estado del vínculo (esa conversación ha pasado a formar parte de su historia), y se abre la puerta a modificaciones ulteriores del vínculo mismo (el otro, habiendo sido testigo de mi «expresión», tiene algo para devolverme, decirme, comentarme, etcétera). El trabajo intersubjetivo es esencial para la constitución de la socialidad: con el otro pacto, acuerdo; genero estructuras simbólicas que conllevan derechos y obligaciones; me comprometo a realizaciones futuras; etcétera.

Tercero: el trabajo en la realidad. Arreglo un grifo, asfalto una calle, escribo un programa, preparo un zumo de naranja.

Estos tres trabajos están íntimamente interconectados y se copertenecen unos a otros. Sin trabajo subjetivo no tendría nada que «expresar» al otro; no hay trabajo en lo real que sea posible sin un acuerdo previo, intersubjetivo, con el otro; el trabajo intersubjetivo genera, siempre trabajo subjetivo («el otro día, cuando me dijiste..., me quedé pensando...»); etcétera.

La «compañía» no es una necesidad básica del hombre, puesto que no existe la mera «compañía». Tener «compañía» sirve para algo, aunque sea para gozar, o para relajarse juntos, tranquilos. «En compañía» se hacen proyectos, se escriben obras de teatro, se planifican revoluciones, se leen libros; se intercambia, se come, se alcoholiza uno un poco para aceitar la conversación; se establecen y se rompen vínculos; se asientan y se profundizan otros. La «compañía» de un robot o de una «inteligencia artificial» no es una «compañía»: es un señuelo. Es tan «compañía» como un vibrador: puede ser muy agradable para pasar un buen rato, pero es un poco excesivo llamarle «compañero». Aceptar que «inevitablemente» sucederá que la gente «paliará su soledad» y «buscará la compañía» del «sucedáneo de una persona» equivale a dar por sentado que nuestras estructuras sociales son fijas, inmutables, naturales; que sus limitaciones, que su degeneración, no tienen remedio. Es un pensamiento tremendamente reaccionario, determinado además por unos intereses comerciales muy concretos. Es una idea inmoral, antisocial, éticamente repulsiva. Es algo que tiene que ser, políticamente, combatido. Hay otros mundos posibles, pero hay que empezar por no tragarnos todo lo que nos quieren vender. Una sana anorexia ante los medios, ante las políticas que nos quieren imponer, ante la perversión del lenguaje, ante los pseudoconceptos como la «compañía» de los «sucedáneos».

Sin trabajo no hay modificación posible de nuestra realidad. Lo que llamamos «ir a trabajar» es otra cosa: en general, sólo nos sirve para lo que, con un cinismo que ya no advertimos, llamamos «ganarnos la vida». Como si la vida no fuese nuestra, como si fuese un premio, como si la tuviésemos que ganar primero. Lo más bestia es que llamamos «ganarnos la vida» a perderla miserablemente en una oficina absurda (en los mejores casos) mientras esperamos el momento de «dejar de trabajar». Después nos quejamos de que todo nos va mal, de que nada se puede cambiar. Claro: sin trabajo, es imposible que nada cambie.

Lo pensamos todo al revés. Eso puede cambiarse, pero requiere —precisamente— de mucho trabajo.

Josep Maria


Notas

1 Se trata de una denominación recurrente. Un ejemplo, escogido al azar, es el artículo de Vicente Verdú titulado «Soledad, la plaga del siglo XXI», y publicado en la edición digital del periódico El País del día 16 de diciembre de 2007. Agradezco a Laura Blanco el haberme facilitado el enlace. 

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