Blog de Josep Maria Blasco


La Universidad, la sabiduría, y las firmas de los correos


Publicado el 28 de octubre de 2022.
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Hola, Félix

Querría abordar lo que dices sobre la Universidad. Primero intentaré despejar cualquier duda acerca de si estoy sosteniendo alguna postura antiintelectualista o, como hacen (desgraciadamente) algunos lacanianos, inventándome un supuesto «discurso analítico» que se opondría o incluso superaría al «discurso universitario». No es el caso, de ninguna manera: he tenido demasiadas ocasiones de comprobar que tales posiciones no son más que el refugio de variedades diversas de vagos e incompetentes, cuando no directamente de maleantes, como para caer yo mismo en ese lamentable error.

Añadiré también que, en términos generales, tiendo a coincidir contigo. Si la Universidad fuese lo que tiene que ser, en efecto, sería mejor, mucho mejor, para muchas personas, haber pasado por ella que no haberlo hecho. Si fuese lo que tiene que ser. Matizo también, y acoto: «para muchas personas», porque creo sinceramente que no todo el mundo está hecho para la educación superior. En general, pienso yo, no hay soluciones universales, que sirvan para todos. A algunas personas, ese tipo de formación les sentará mal. Y, como tú mismo dices, hay también auténticos sabios cuya formación académica es muy reducida, cuando no, directamente, inexistente.

También podríamos plantearnos qué tipo de formación habría que dar para que pudiese ser absorbida por todo el mundo. Quizás teniendo en cuenta la gran diversidad que se da entre los seres humanos y variando los métodos pedagógicos, se podría conseguir que personas que hoy día no pueden gozar (en los dos sentidos de la palabra) de una educación superior pudiesen disfrutar de ella. Pero tengo mis dudas de que la sociedad esté dispuesta a invertir la ingente cantidad de tiempo y de talento que un intento así requeriría.

Ser sabio, en realidad, tendría que interesar más que ser universitario. Parece que sirve más para la vida. Pero, de hecho, sabios hay cada vez menos, y universitarios hay cada vez más. El sabio, por lo general, no se deja explotar tan fácilmente, mientras que el universitario es esencialmente explotable.

Y muy bien no nos está yendo, todo hay que decirlo.

Aunque yo creo que lo mejor sería poder ser las dos cosas, ¿verdad?, poder ser sabio y además ser universitario, o universitario y además sabio. Pero eso ya casi nadie lo consigue y, si lo consigue, aunque sea parcialmente, no suele ser, desde luego, por lo que ha hecho en la Universidad. La Universidad parece estar reñida con la sabiduría. La sabiduría se mueve en periodos masivos, que pueden llegar a abarcar, quizás, toda una vida, la vida entera; y, en cambio, la Universidad se entrega a periodos que se van haciendo cada vez más cortos (cuatro años de grado versus cinco de licenciatura, etcétera), y necesita saber de antemano cuánto durará un proceso, cosa que la sabiduría tiene, forzosamente que ignorar, que reconocer que no sabe, no puede saberlo.

Uno tiene, entonces, si le interesan las dos cosas, que buscarse referentes sabios, si los encuentra (pero, ¿dónde encontrarlos?) y terminar teniendo una especie de doble currículum, aprender de profesores universitarios y de maestros de la vida (insisto, si es que consigue encontrar alguno).

Tengo cada vez más la impresión de que la Universidad, en general, se está convirtiendo en una especie de Formación Profesional glorificada. Antes, un licenciado en Físicas, Químicas o Matemáticas era un tío muy respetable, un orgulloso representante de su honorable profesión. No digamos ya un licenciado en Filosofía. Ahora te encuentras con ingenieros químicos, por poner sólo un ejemplo, que no son otra cosa que operarios de alto nivel, no hay ningún pride de ser un químico. Ni se les ocurre. No se les nota nada, que son químicos; podrían, también, estar trabajando en una churrería.

La Universidad, en realidad, ha terminado siendo una enorme fábrica de analfabetos funcionales, eso sí, todos con titulaciones variadas. Los egresados no tienen, por lo general, prácticamente ninguna comprensión lectora. No saben tampoco escribir: cometen errores tan garrafales que, de haberlos cometido cuando estudiaba yo, no les hubiesen dejado superar ni el Bachillerato Elemental.

Pero se creen que son alguien, porque tienen una licenciatura, o un doctorado, o un grado. Les han dicho que es así, que tiene que ser así, que es el camino, que es el único camino. Que tienen que procurarse esos galones, y que esos galones valen para algo. Se lo ha dicho, claro está, además de sus padres, la misma gente que se gana la vida vendiendo esos galones. Y les han presentado, como prueba de esas aseveraciones, sociedades exclusivas, verdaderos gremios modernos, donde sólo se deja trabajar a los que ostentan, una vez más, también esos mismos galones.

Son sociedades profesionales. Nada que decir. Pero ser de un club no tiene mérito; no es, de ningún modo, un mérito intelectual. No supone que sepas nada de nada. No supone que seas medianamente inteligente. No supone, ni siquiera, que sepas leer y escribir.

No es algo para presumir.

Para presumir tendría que ser, por ejemplo, haber hecho alguna contribución interesante o útil para la sociedad. O tener un pensamiento original y renovador, que pueda inspirar a otros. O, para poner sólo un ejemplo más, ser capaz de articular una socialidad distinta, nueva, que le permita a uno y les permita a otros ir pensando y viviendo fuera del molde, out of the box. Y así sucesivamente.

Cosas así son las tendrían que ser para presumir. Haber sido el hámster en la ruedita siniestra de una calificación profesional glorificada no debería ser para presumir. Lo puede hacer casi cualquiera. De hecho, lo vemos cada día, lo hace cualquiera. Incluso los analfabetos funcionales.

Pero, claro, saber si alguien ha hecho algo útil o no para la sociedad no es fácil. Mucha gente promociona cosas suyas como si fuesen útiles y, en realidad, esas producciones no son otra cosa que mera pompa narcisista, inutilidades, tonterías, pérdidas de tiempo.

Para saber si alguien tiene sus razones, sus buenas razones, para, verdaderamente, poder presumir de algo, hay que tomarse un trabajo, una buena cantidad de trabajo. Y hay, además, que tener bastante criterio. Cosa que, hoy en día, no abunda demasiado.

En cambio, una firmita, oyes, ¡zas!, un par de segundos y fuera. Puede ser banal, puede ser irrelevante. Puede ser, incluso, mentira. Pero no da ningún trabajo. Lo otro es muy cansado.

A mí me daría vergüenza presumir de algo de lo que también presume un número elevado de imbéciles, toda una legión de pomposos infatuados: me daría miedo de que los que no me conocen lo suficiente pudiesen llegar a confundirme con ellos.

Resumiendo: no creo que a mayor formación académica más útil se sea para la sociedad, como sostienes tú. Me parece una idealización muy fuerte, un ideal que casi nunca se alcanza. Algo que es, en términos generales, insostenible. La mayoría de los universitarios no son especialmente útiles, ni para la sociedad ni para nada, y encima son unos engreídos, «mira qué título que tengo», mientras van molestando a la gente con lo que ponen debajo de sus firmas.

«¿Y los demás?», podrías preguntarme, «¿No estarás diciendo que mejor no tener, ni siquiera, esos estudios?». No, no estoy diciendo eso. Lo único que digo es que no soy tan optimista como tú con respecto a los efectos beneficiosos de la Universidad.

¡Si no se les exige nada, joder! Salen idiotas. Si queremos algo que realmente sirva, algo de lo que podamos volvernos a sentir orgullosos, habrá que inventar otra cosa. O volver a definir la Universidad desde cero, arrasar con todo y volver a empezar.

Pero no tiene pinta, ninguna pinta, de que eso vaya a pasar. No, ¡qué va! Nos vamos a ir hirviendo (literalmente) en nuestra inoperancia.

Como la rana esa.

Un abrazo,

Josep Maria


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