Textos para pensar


Sueño animal y sueño humano
Tres sueños en Freud

Josep Maria Blasco [CV]

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¿Sueñan los animales? Parece obvio que sí. Al menos, algunos: basta con observar a un perro durmiendo para ver cómo gime, llora, se agita... — todo como si soñase. Cualquier persona a la que le hiciésemos esta pregunta, probablemente, contestaría que es así, excepto un psicoanalista. Un psicoanalista experimentaría alguna dificultad: diría quizás «bueno, sí; a lo mejor sueñan, pero no en el mismo sentido en que sueñan los humanos». ¿Qué nos estaría queriendo decir? En este artículo intentamos abordar esta pregunta realizando una observación sobre tres ejemplos de sueño que Freud presenta en la octava conferencia, Sueños de niños, de las Conferencias de introducción al Psicoanálisis.

Situemos el contexto: 1915, Freud está dando una serie de conferencias en la Universidad de Viena, ante un auditorio compuesto de hombres y mujeres, médicos y no médicos. No da por sentado conocimientos previos de Psicoanálisis entre quienes vienen a escucharle, de modo que procede despacio. Primero presenta los actos fallidos (una especie de resumen de su famosa Psicopatología de la vida cotidiana) para aproximar a su auditorio la posibilidad de que, en primer lugar, actúen en el hombre tendencias de las que no es consciente y, en última instancia, también tendencias de las que nada sabe: se trata de una primera aproximación, nocional, a los conceptos de consciente, preconsciente, e inconsciente. Armado con estas nociones, aborda el estudio de los sueños. Los compara con la función fallida, y establece una hipótesis de trabajo: son actos psíquicos completos y, por tanto, no carecen de sentido. Establece los conceptos de contenido manifiesto y pensamientos latentes, analiza algunos fragmentos de sueños, e intenta el análisis de un sueño completo (sueño de los 1,50 florines): le resulta demasiado complejo con los elementos teóricos que ha podido fundamentar hasta ese momento.

En ese punto su argumentación da un paso atrás. Dice: retrocedamos, es demasiado complicado; centrémonos por un instante en determinados sueños, los de tipo infantil, que no presentan algunas características que complican demasiado nuestro estudio: en efecto, los sueños infantiles son breves, claros, coherentes, fácilmente inteligibles e inequívocos y, sin embargo, son sueños. En ellos va a ser fácil demostrar determinadas características; después ya vamos a ver cuáles de estas características pueden generalizarse a todos los sueños, y cuáles son específicas de los sueños infantiles. Al proceder así, no hace nada distinto de lo que haría otro científico al estudiar cualquier otro campo: empieza con un caso particular del objeto de estudio que reúne condiciones especiales que facilitan su inteligencia, e intenta después una generalización.

Enseguida presenta tres sueños de niños, de los que va a decir de inmediato que son una reacción a un suceso del día anterior que deja tras de sí un deseo insatisfecho, y trae[n] consigo la realización directa y no velada de dicho deseo (al generalizar a los sueños de adultos, ya no podremos seguir diciendo directa y no velada). Los sueños aparecen en una enumeración, como si fuesen lo mismo, y sin embargo no lo son en absoluto. En el primero, un niño de veintidós meses es encargado de ofrecer a su tío un cestillo de cerezas. Naturalmente, lo hace muy a disgusto, a pesar de las promesas de que podrá probar, en recompensa, la fruta ofrecida. Al día siguiente cuenta haber soñado que se comía todas las cerezas. En el segundo, una niña de tres años y tres meses había hecho durante el día su primera travesía por el lago, que debió de parecerle corta, pues rompió en llanto cuando la hicieron desembarcar. A la mañana siguiente relató que por la noche había navegado sobre el lago [...].

El tercer sueño es el que nos va a interesar; en primera apariencia, sólo se diferencia de los demás por ser más largo y complicado: se trata de un niño de cinco años y tres meses desde cuya residencia se veía muy bien la Dachstein (una montaña), y podía distinguirse, con ayuda del telescopio, la Simonyhütte, cabaña emplazada en su cima. Aquí Freud añade algo que conviene no pasar por alto: el niño había mirado varias veces por el telescopio, pero no sabemos con qué resultado. Un día la familia decide realizar una excursión, que comenzó alegremente, mostrando el niño gran entusiasmo y aguda curiosidad. Cada vez que aparecía a su vista una nueva montaña, preguntaba si era la Dachstein; pero a medida que fue recibiendo respuestas negativas, se fue desanimando y terminó por enmudecer y rehusar tomar parte en una pequeña ascensión que los demás hicieron para ver una cascada. Sus acompañantes le creyeron fatigado; pero al día siguiente contó, lleno de alegría, haber soñado que subían a la cabaña de Simony. [...] Por todo detalle dio el de que había oído decir que para llegar a la cabaña conocida con el nombre indicado hay que subir escaleras durante seis horas.

Los tres sueños son lo mismo en lo siguiente: se realiza claramente un deseo interrumpido durante el día. En el primero, el niño se come las cerezas que no le habían dejado comer; en el segundo, la niña continúa su interrumpido paseo por el lago; en el tercero, el niño consigue subir a la Dachstein y ver la ansiada cabaña de Simony, cosa que no pudo hacer durante la excursión. Lo único que podría llamarnos la atención es la complejidad y la profusión de detalles del tercer sueño, si lo comparásemos con los dos primeros. Si con los dos primeros sueños bastaba para establecer la idea que Freud quería demostrar, ¿por qué añade el tercero? Y ¿por qué, en caso de que desease por una razón cualquiera poner tres ejemplos, no escoge uno como los dos primeros, es decir, simple y sencillo, sin tantos detalles?

Es que el tercer sueño, además de mostrar lo mismo que los dos anteriores, muestra también otra cosa: qué concepción tiene Freud del deseo humano, y hasta qué punto se trata de una concepción en la que el sueño no puede reducirse a la rememoración alucinatoria y quizás deformada de algo efectivamente vivido.

¿A qué nos estamos refiriendo? Veámoslo: en un primer nivel, el sueño aparecería como la alucinación de un objeto que no hemos podido poseer o disfrutar durante el tiempo deseado. Sería algo tan sencillo como: veo las cerezas, las quiero comer y no me dejan, y por la noche alucino que me las como todas. Pero el caso de la cabaña de Simony, si lo miramos de cerca, no es tan sencillo. En efecto, la niña que sueña que pasea por el lago había paseado realmente por el lago y, por tanto, es fácil imaginar que en su sueño continúe durante más tiempo con su placentera actividad; pero el niño que sueña que sube a la cabaña de Simony, ¿la vio efectivamente alguna vez?

¿Cómo podemos saberlo? Hay una indicación de Freud que resulta preciosa: el niño había mirado varias veces por el telescopio, pero no sabemos con qué resultado. De hecho, el problema se vuelve más interesante cuando comprendemos que el niño, efectivamente, nunca vio la cabaña. Cualquier adulto que haya hecho la experiencia de intentar utilizar uno de los escasos telescopios públicos que todavía quedan en determinados miradores habrá experimentado una especial dificultad al intentar enfocar la mirada: por poco que nos desviemos del punto exacto, la imagen se distorsiona, o simplemente no se ve nada. Además, para poder mirar por un telescopio y ver algo, aunque la imagen esté correctamente enfocada, es necesario tener la noción de que lo que se va a ver mirando por el extremo es lo que está lejos traído cerca por un efecto de la óptica, lo que no es nada sencillo de pensar, especialmente para un niño de poco más de cinco años.

Podemos suponer, pues, que el niño no vio nada mirando por el telescopio. Pero entonces, si nunca vio la cabaña, ¿qué soñó?¿Qué alucinó en el sueño, si nunca había visto lo que dijo soñar? Se hace patente enseguida que nos encontramos con una clase de sueño muy distinto a los dos anteriores: en los dos primeros, se soñó con un objeto o una situación que se habían tenido efectivamente al alcance de la mano, pero en este caso, ¿cómo se puede soñar que se está en un lugar en el que nunca se estuvo? Intentemos reconstruir la situación del niño para intentar entenderlo. Su familia con seguridad hablaba de la cabaña de Simony: en caso contrario, ¿por qué se la habrían dado a mirar mediante el telescopio? Algún familiar le decía «mira, mira por aquí, ¿no ves?, ¡es la cabaña de Simony!». Podemos imaginar al niño, enredado en el deseo de sus padres, mirando sin ver nada y sin embargo deseando ardientemente ver: eso explica su entusiasmo en el momento de la excursión, y su posterior desilusión al darse cuenta de que no iban a alcanzar la ansiada meta.

Esto nos permite entender de qué se trata en el ejemplo de Freud, por qué lo puso ahí aunque sea mucho más largo que los anteriores, y detalles como el comentario sobre lo que el niño vio o no vio. También nos explica la respuesta confusa que da el niño a la pregunta que le dirigen sus familiares: «¿Y cómo era?, ¿qué viste?», le preguntan — por todo detalle dio el de que había oído decir que para llegar a la cabaña [...] hay que subir escaleras durante seis horas, consigna Freud; es decir, el niño se desentiende, lo que le interesaba es que había subido a la Dachstein y había visitado la cabaña de Simony, sin que le importase gran cosa cómo era. Pues lo que el niño vio, a diferencia de los casos anteriores, no es ningún objeto de los sentidos ni ninguna experiencia que provocase una satisfacción inmediata, sino un objeto construido y transmitido mediante el lenguaje, que el niño podía desear aún sin saber muy bien ni qué forma tenía, ni de qué se trataba exactamente, ni cómo era. Sólo por la conversación de los familiares, por su interés en que el niño mirase por el telescopio, el niño quedó enganchado al deseo de su familia, y, por decirlo así, lo incorporó, se hizo realidad en él el deseo de ver algo nunca visto cuya única existencia estaba pura y únicamente soportada por la palabra.

El deseo en el ser humano funciona así, es eso justamente lo que Freud está mostrando en ese ejemplo: uno desea lo que el otro desea aunque no sepa lo que es. De hecho, lo desea aún antes de saber lo que es.

El lector que haya tenido la paciencia de seguirnos hasta aquí seguramente se estará diciendo: «todo esto está muy bien, pero ¿por qué demonios ha titulado su artículo Sueño animal y sueño humano, si sólo se refirió a los sueños de niños?». Enseguida llegamos. Simplificando la cuestión, podríamos llegar a pensar que los dos primeros sueños podría haberlos tenido también un animal: le retiro un jugoso hueso a un perro, y ¿quién sabe si por la noche no sueña con el hueso?; igualmente, le interrumpo prematuramente el paseo y ¿quién nos asegura que sus movimientos al dormir no son correlativos a una alucinación perruna en la que se continúa la excursión interrumpida?; pero es absolutamente imposible que un perro sueñe que sube a la cabaña de Simony sin haberla visto, porque un animal no habla, y aquí está toda la diferencia entre el tercer sueño y los anteriores. El sueño auténticamente humano es el tercer sueño; en realidad, los dos anteriores no son más que preparativos para el tercero, qque es el que realmente le interesa a Freud, y por eso lo desarrolla más y con más profusión de detalles.

Por tanto, el problema del sueño animal no está, como podría pensarse, en admitir en el animal una especie de alucinosis onírica similar a la del humano, sino en darse cuenta de que lo esencial del sueño no reside ni en su caracter alucinatorio, ni siquiera, en un sentido estricto, en su caracter de cumplimiento de deseos, sino en que el deseo que se cumple es un deseo que sólo tiene existencia desde y en el lenguaje. Es la concepción Freudiana del deseo humano, concepción que no sólo nos aparta definitivamente del animal, sino que anticipa las fórmulas lacanianas donde el deseo del hombre será el deseo del otro semejante, o el deseo del Otro del lenguaje, dos formas de hablar de algo que les está permanentemente vedado a los animales, porque, muy sencillamente, no son seres que hablan.


Enero de 2006.


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