Textos para pensar


En el borde del mundo

Laura Blanco [CV]

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Nota del Editor

El presente texto fue distribuido como soporte para la ponencia del mismo título pronunciada por la autora en las XXIV Jornadas Psicoanalíticas del EPBCN, tituladas Aperturas en Psicoanálisis (XIII).

1. Punto de partida

En nuestra última ponencia, titulada Disidentes de la norma, examinamos cómo el sistema capitalista configura y determina nuestras relaciones sexoafectivas, estableciendo un camino normativo y hegemónico. Este recorrido obligatorio, naturalizado en nuestra sociedad, nos impone una serie de pasos[1] que debemos seguir para construir y mantener ese tipo de vínculos; Cuestionarlo resulta difícil, precisamente porque está profundamente arraigado en nuestras formas de entender las relaciones. También analizamos cómo este mismo sistema promueve e instala una jerarquía de las relaciones mediante un sinfín de preceptos que sustentan este itinerario, privilegiando los vínculos familiares y de pareja, considerados los más importantes. Por último, advertimos una sorprendente obstinación social en etiquetar, definir y encasillar las relaciones afectivas.

El análisis de ese sistema, nos permitió plantearnos la siguiente pregunta: ¿sería posible y deseable abolir las jerarquías relacionales y el privilegio que estas implican en favor de una mayor horizontalidad en los vínculos?

Una posible respuesta la hallé en el libro Anarquía relacional. La revolución desde los vínculos, de Juan Carlos Pérez Cortés. En esa obra, su autor propone una crítica radical así como un análisis de las dinámicas coercitivas que nuestra sociedad nos impone en el momento de establecer vínculos. También nos alienta a impugnar las categorías preceptivas y los derechos y privilegios asociados a estas.

En este sentido, resistir o rechazar frontalmente la(s) demanda(s) social(es) de definir y/o etiquetar nuestras relaciones implica renunciar a toda una serie de significaciones y mandatos socioculturales. Ahora bien, esta repulsa de la norma conlleva, a la vez, el riesgo de quedarnos en un vacío conceptual, es decir, sin términos lingüísticos que permitan describir el vínculo fuera de la ideología dominante.

Según la filósofa inglesa Miranda Fricker, la falta de recursos interpretativos que impedirían comprender una experiencia social implica una injusticia hermenéutica. En el contexto de las relaciones sexoafectivas, este fenómeno se traduciría en la dificultad e impedimento para aquellos que rechazan frontalmente las categorías normativas para explicar sus propios vínculos.

Ahora bien, la injusticia hermenéutica no se limita únicamente a este ámbito, sino que opera en muchos otros aspectos de la vida social, donde los prejuicios juegan un papel fundamental. Del mismo modo que, el rechazo a las categorías normativas nos despoja de los recursos lingüísticos, aunque sea temporalmente; estos prejuicios restringen nuestra capacidad de nombrar e impiden que podamos comprender y dar sentido a una parcela de nuestra vida.

2. Introducción: miradas veladas

Es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio.
– Albert Einstein

Resulta difícil imaginarse a una persona exenta de experimentar en su interior algún tipo de prejuicio. Ya sean prejuicios de género, culturales, de clase social, de orientación sexual, laborales, por religión, etc. En el encuentro fortuito o pautado con otro individuo o con un grupo social, es muy habitual que sin tan siquiera haber pronunciado palabra se ponga en marcha alguna idea, generalmente negativa, que está directamente relacionada con alguna característica externa que observamos. Por ejemplo, piel negra, ojos rasgados, gorda, hombre, mujer, viejo, pobre, etc. De este modo, sin conocimiento alguno sobre el otro o incluso conociéndolo, atribuimos hechos o cualidades, sin ninguna evidencia ni basándonos tampoco en la razón. Este juicio previo aglutina componentes cognitivos (creencias) afectivos (sentimientos) y comportamentales (disposiciones a la acción) [2] y determinará, sin excepciones, mi comportamiento hacia él o los demás.

Los prejuicios están condicionados por estereotipos, es decir, por imágenes mentales, socialmente compartidas, sobre un individuo o grupo social. Estas representaciones, aunque puedan evolucionar según el momento histórico, se instalan en el imaginario colectivo de manera fija.

Son muchos los autores que han explorado el origen de los prejuicios y sus efectos. Sin ir más lejos, Freud afirmó que el individuo, al someterse a la autoridad del líder y la masa, abandona la capacidad de pensar y acepta ciegamente las ideas y creencias del grupo. Esta pérdida del pensamiento crítico es la base de muchos prejuicios. Según la filósofa Miranda Fricker:

El principal punto de entrada de un prejuicio es a través de estereotipos que utilizamos como herramienta heurística para construir nuestros juicios de credibilidad [4].

Para ilustrar esta afirmación, consideremos el siguiente fragmento de la novela El odio que das [9] de Angie Thomas:

¿Por qué alguien querría escuchar a una niña negra de Garden Heights? ¿Qué valor tiene mi testimonio, cuando siempre he sido vista como alguien que no tiene voz?

Starr es una joven negra de dieciséis años proveniente de un vecindario empobrecido que presencia el asesinato de su mejor amigo, Khalil, a manos de un policía blanco. A pesar de ser testigo directo, Starr debe hacer frente a prejuicios raciales y sociales en el intercambio discursivo con el jurado que tendrá lugar durante el juicio. Estos prejuicios identitarios asociados a categorías de raza, edad, y clase social producirán graves consecuencias para la hablante.

Dos de los principios fundamentales de la ética profesional que debe garantizar un jurado popular son: la imparcialidad y la objetividad. Es decir, tienen la obligación legal y, también moral, de no dejarse corromper por prejuicios, para poder escuchar la voz de la hablante y analizar los hechos de manera ecuánime. Cuando los agentes sociales implicados infringen estos principios —y sucede muy a menudo—, ejercen pasivamente un poder identitario contra la testigo. Para llevar a cabo este tipo de poder social, precisan de una coordinación social práctica e imaginativa. Es decir, deben compartir las significaciones relacionadas con las categorías sociales de adolescente, negra y pobre.

Si los miembros del jurado hicieran alusión directa a algún aspecto de la identidad de la hablante para justificar ese déficit de credibilidad, estaríamos hablando de un poder identitario ejercido activamente. De cualquier modo, ambas formas de poder no solo incurren en una violación ética profesional que afecta la capacidad de escucha de los oyentes distorsionando la narrativa de la hablante, sino que, además, dan lugar a una injusticia epistémica testimonial.

3. El impacto de los prejuicios

Según Miranda Fricker, filósofa inglesa y autora del libro Injusticia epistémica [4], existe un tipo de injusticia específicamente epistémica, que ocurre cuando se daña a una persona como sujeto de conocimiento. Este tipo de injusticia puede manifestarse de dos modos: como injusticia testimonial y como injusticia hermenéutica.

Una injusticia del primer tipo, la testimonial, la hallamos en el ejemplo anterior. En el intercambio discursivo entre Starr y el jurado, la testigo no solo es desacreditada, sino que además su credibilidad queda devaluada. Puesto que no la consideran confiable, la escucha de los oyentes es sesgada y les impide apreciar y valorar objetivamente lo que la hablante tiene para decir. Además, este hecho aumenta el riesgo de que se produzca una disfunción epistémica, una pérdida de conocimiento social causado por los prejuicios identitarios.

Sin embargo, no siempre que se ignora o se pasa por alto el discurso del hablante ello constituye una injusticia testimonial. Por ejemplo, si alguien nos transmite algún tipo de información relevante mientras estamos distraídos o demasiado ocupados, podemos no prestarle la atención suficiente y obviar su testimonio sin ser conscientes de su importancia. Esta falta de atención responde a un error inocente y accidental que, aunque sitúa al hablante en una desventaja epistémica, no está basada en prejuicios identitarios.

En cuanto al segundo tipo de injusticia, lahermenéutica, se produce cuando una brecha en los recursos de interpretación colectivos sitúa a alguien en una desventaja injusta en o relativo a la comprensión de sus experiencias sociales [4]. Apoyémonos en el ejemplo que la propia autora desarrolla en su libro para comprender mejor cuándo ocurre una injusticia hermenéutica.

Alrededor del año 2000 en España se empieza a utilizar el término acoso laboral, también conocido por el anglicismo mobbing, para describir aquellas actitudes ejercidas en el ámbito laboral que consisten en someter al trabajador a presión psicológica para provocar su marginación [8].

Es palmario que este tipo de situaciones dañinas eran experimentadas por muchas personas antes de esa fecha. Jefes que repetidamente ignoran, subestiman o degradan a sus empleados o compañeros que difunden rumores, menosprecian o hacen el vacío a otro. Ahora bien, ¿cómo transitar, comprender y transmitir esa experiencia social cuando no se dispones de un nombre para interpretarla?

Siguiendo con el ejemplo, no cabe duda de que las personas que han sufrido acoso laboral antes de que se acuñase el término, padecieron un grave malestar derivado precisamente de esa reiterada presión psicológica. Además, al no disponer de los recursos hermenéuticos indispensables —es decir, de conceptos y significaciones colectivos que permitan comprender, interpretar y dar sentido a su experiencia social— quedaron privadas, aunque fuera temporalmente, de comprender una dimensión fundamental de sus vidas. Ahora bien, ¿podemos considerar esta ausencia de recursos lingüísticos una injusticia epistémica en sí o es meramente una desventaja hermenéutica?

Como hemos señalado anteriormente, cometemos una injusticia epistémica cuando dañamos al otro como sujeto de conocimiento y, además, este acto es arbitrario. La desventaja hermenéutica —o desventaja cognitiva— que supone no disponer de cierta terminología que me permita describir una vivencia individual o colectiva específica podría atribuirse a priori a una mala suerte epistémica circunstancial. Es una realidad que el mundo en el que vivimos es cambiante y esta volatilidad facilita que muchos términos o conceptos sean establecidos sólo después de la experiencia y no previamente.

En esta misma línea, hoy en día, el agotamiento laboral se conoce como burnout; la manipulación psicológica sutil como Gaslighting o considerar que no mereces tus logros como síndrome del impostor. Este desajuste —mala suerte epistémica— entre vivenciar y nombrar, que parece inherente a la vida, puede acarrear graves consecuencias, ya que como hemos mencionado anteriormente, una parcela de la vivencia puede volverse incomprensible para el individuo o para un grupo social. Sin embargo, no estaríamos ante una injusticia epistémica ya que esa falta de comprensión temporal surge de circunstancias históricas y culturales, y no de una acción intencionada que además de generar un agravio contra un sujeto produce un déficit de credibilidad.

Ahora bien, el acceso a recursos interpretativos que le posibiliten describir lo que me acontece, no es el mismo para todo el mundo, pues depende de la interseccionalidad[2] de cada sujeto. Es decir, de un sistema complejo de factores cómo el género, la raza, la clase social, la orientación sexual, la discapacidad, etc. Como vimos en el primer ejemplo, una mujer negra puede enfrentar discriminación no solo por ser mujer (discriminación de género), sino también por ser negra (discrimación racial) y jóven (discriminación por la edad), de modo que se generará para ella una experiencia completamente distinta a la de una mujer blanca europea o a la de un hombre.

La desigualdad hermenéutica —y los factores que la generan— se originan en ciertas estructuras de poder, como las instituciones políticas y jurídicas, los sistemas económicos y laborales, el sistema educativo, el sistema médico o el sistema familiar, que determinan qué voces y experiencias son legitimadas.

Un ejemplo claro de esta desigualdad hermenéutica se evidencia en el hecho de que no fue hasta el 8 de marzo de 1910 [1] cuando las mujeres obtuvieron el derecho a acceder a una educación universitaria. Hasta ese momento, necesitaban un permiso especial del Consejo de Ministros. Es decir, la producción de conocimiento estaba restringida para los hombres, mientras que a ellas les estaba vedada, a no ser que formaran parte de organizaciones clandestinas. A pesar de ello,

Las mujeres fueron colectivamente capaces de superar los hábitos de interpretación social rutinarios existentes y obtener interpretaciones excepcionales de algunas de sus experiencias, anteriormente ocluidas; juntas, fueron capaces de materializar unos recursos para la interpretación que hasta el momento solo estaban implícitas en las prácticas interpretativas de la época [4].

En efecto, la producción de conocimiento está sujeta a diferentes estructuras de poder que son las que imponen qué relatos son válidos y cuáles no, moldeando así la subjetividad de la sociedad. En este sentido el filósofo francés Michael Foucault desarrolla el concepto de regímenes de verdad para describir cómo precisamente estas estructuras de poder son las que determinan qué narrativas son verdaderas y cuáles deben permanecer invisibilizadas o en el borde del mundo.

Cada sociedad tiene su régimen de verdad, su «política general» de verdad; es decir, los tipos de discurso que acepta y hace funcionar como ciertos; los mecanismos e instancias que nos permiten distinguir declaraciones verdaderas y falsas, los medios por los cuales cada una es sancionada; las técnicas y los procedimientos a los que se les otorga valor en la adquisición de verdad; la condición de aquellos encargados de decir lo que cuenta como verdad [3].

Por lo tanto, los recursos hermenéuticos que usamos para comprender el mundo no son neutrales, sino que están influenciados por prejuicios identitarios estructurales, derivados del sistema de poder dominante, que benefician a ciertos grupos, mientras que discriminan, humillan o estigmatizan las experiencias de otros.

En resumen, la injusticia testimonial ocurre cuando un prejuicio identitario provoca un déficit de credibilidad hacia el hablante durante un intercambio testimonial y se convierte en sistémica cuando este prejuicio se reproduce en diferentes áreas de la vida del sujeto. Por ejemplo, Starr debe hacer frente a esos prejuicios identitarios durante el juicio, pero es probable que también deba enfrentarse a ellos en otros contextos: la escuela o el sistema de salud. En cuanto a la injusticia hermenéutica, ocurre cuando ciertos prejuicios identitarios estructurales impiden que una persona o grupo social acceda a los recursos hermenéuticos fundamentales para comprender el mundo. Y se convierte en sistémica cuando estos prejuicios subsisten en el tiempo y perjudican estructuralmente a ese grupo.

4. Daños

Centrémonos ahora en el daño que padece el sujeto o el grupo social que es objeto de cualquier tipo de injusticia. Miranda Fricker distingue dos tipos de daños: un daño primario y otro secundario.

El perjuicio primario es inherente a cualquier tipo de injusticia epistémica. En ambos tipos de injusticia —testimonial y hermenéutica— el sujeto sufre un agravio en su capacidad como sujeto de conocimiento: ya sea porque no se le otorga ninguna credibilidad basándose en un prejuicio identitario o porque la narrativa de su experiencia se vuelve ininteligible debido a la falta de recursos lingüísticos. Este agravio le arrebata al hablante o al grupo una de las características esenciales de la naturaleza humana: la capacidad para la razón. En otras palabras, los deshumanizamos.

La persona que sufre injusticia testimonial no sólo ve su discurso desvalorizado, desacreditado o minimizado, sino que, además, debe hacer frente a la humillación, desconfianza y degradación que implican recibir ese trato de manera persistente y sistemática. Más aún, este daño no se limita solo a la dimensión social, ya que el sujeto puede ver inhibido su rendimiento intelectual, socavada su confianza y frustrado su desarrollo. Es decir, la constitución de su yo, de su identidad, puede verse gravemente obstaculizada.

El daño principal de la injusticia hermenéutica concierne a la exclusión del sistema de aportación de saber al fondo común de conocimientos debido al prejuicio identitario estructural en los recursos hermenéuticos colectivos. La repercusión de esta exclusión es indudable, al sujeto o el grupo se le impide formar parte del conocimiento compartido por la sociedad, de tal manera que no dispondrá de los recursos lingüísticos necesarios para narrar sus experiencias y que estas sean validadas y reconocidas.

Los daños secundarios, a diferencia de los primarios, están condicionados por factores sociales, culturales y psicológicos. Estos daños se dividen en dos dimensiones: una epistémica y otra práctica.

La dimensión epistémica de la injusticia testimonial se pone de manifiesto cuando la persona que la sufre, sobre todo de manera persistente, comienza a perder confianza en sí misma y a dudar de sus propias capacidades. Esta inseguridad puede llegar a frustrar su desarrollo educativo e intelectual, llevándola literalmente a perder conocimiento. Pero puede acontecer algo todavía más estremecedor ante la reiterada devaluación de su narrativa: la persona afectada, hastiada del saboteo ajeno, pierde fuerza vital, facilitando así que pueda identificarse con los estereotipos que se le atribuyen. Este efecto Pigmalión[3] provocará una grave y profunda perturbación en sus propias creencias y comportamientos.

En cuanto a la injusticia hermenéutica, la dimensión epistémica atañe a la falta de alineación entre la subjetividad personal y la comprensión recibida, que puede generar un estado de confusión, además de hacer que la persona dude de sus propias capacidades para entender el mundo. Veamos cómo lo explica Fricker:

[...] Cuando una se encuentra en una situación en la que parece ser la única persona que percibe la disonancia entre la comprensión recibida y la propia percepción íntima de una determinada experiencia, esa situación suele golpear en la fe en la propia capacidad para comprender el mundo, o al menos, la región pertinente al mundo [4].

Los daños secundarios prácticos, por otro lado, son más difíciles de concretar. Podrían ir desde desventajas judiciales, como en el ejemplo de Starr, a desventajas profesionales, obstáculos en la trayectoria laboral, pérdidas económicas, síntomas físicos de estrés, etc. Llegados a este punto, me asalta la siguiente pregunta: ¿cómo pueden los prejuicios y las formas de injusticia epistémica (testimonial y hermenéutica) influir en la atención clínica?

Nos ocuparemos de esta cuestión en el siguiente apartado, donde examinaremos cómo los prejuicios y las injusticias epistémicas pueden incidir en la práctica clínica.

5. Marco terapéutico

Cuanto más olvidado de sí mismo está el que escucha,
tanto más profundamente se impregna de lo oído.

– Walter Benjamin


Retomando lo dicho al inicio —que como seres humanos inmersos en una sociedad, es prácticamente inevitable experimentar algún tipo de prejuicio—, resulta probable que, de forma consciente o inconsciente, hayamos incurrido —o presenciado— en alguna forma de injusticia epistémica en nuestra cotidianidad y, quizás, en nuestra labor terapéutica. ¿Somos realmente conscientes de la gravedad ética que esto implica? ¿Nos ofrece la teoría psicoanalítica algunas indicaciones para prevenir, revertir o, al menos, minimizar los prejuicios que nos llevan a cometer una injusticia epistémica?

En Análisis terminable e interminable [5], Freud hace referencia a uno de los requerimientos fundamentales para la práctica del psicoanálisis: el análisis propio. Durante este proceso analítico que inicia el futuro profesional, la dimensión inconsciente deja de ser únicamente una expresión de uso cotidiano —por ejemplo, Juan es un inconsciente— y adquiere otra significación: además de ser una frase de uso común, se convierte en un concepto teórico que opera en la vida anímica. A lo largo de este proceso el principiante, después de vencer las inevitables resistencias yoicas, deberá no sólo hacerse cargo del material reprimido que ha emergido si no también modificar la autopercepción que tenía hasta el momento.

Si nos centramos en la cuestión de los prejuicios, es posible que durante su análisis descubra que tiene pensamientos o a ctitudes racistas, clasistas, sexistas, homófobas, etc. que hasta el momento no había reconocido como propios. No obstante, aunque en ocasiones estos hallazgos resulten dolorosos, serán necesarios —aunque no suficientes— para evitar que estos prejuicios influyan en la futura labor terapéutica con los pacientes. De lo contrario, su capacidad de escucha estará sesgada y, además, dificultará detectar posibles prejuicios inconscientes del paciente e interpretarlos correctamente.

Del mismo modo que el inconsciente adquiere una nueva significación la escucha analítica será distinta a la habitual y consiste en mantener la atención parejamente flotante. Este tipo de escucha impide que prioricemos un material sobre otro dentro del discurso del paciente favoreciendo una actitud receptiva, que permite qfue todo tipo de material aflore durante el transcurso del análisis sin que nuestros prejuicios interfieran en el decir del analizado.

Es precisamente por esa atención parejamente flotante que:

[...] uno se ahorra un esfuerzo de atención que no podría sostener día tras día a lo largo de muchas horas, y evita un peligro que es inseparable de todo fíjarse deliberado. Y es este: tan pronto como uno tensa adrede su atención hasta cierto nivel, empieza también a escoger entre el material ofrecido; uno fija un fragmento con particular relieve, elimina en cambio otro, y en esa selección obedece a sus propias expectativas o inclinaciones [6].

Entonces, el trabajo del analista consiste en mostrar al paciente únicamente lo que este proyecta, sin que su propia subjetividad entorpezca lo que observa y escucha. Su actitud debe ser lo más neutral posible y no permitir que sus propias creencias y prejuicios interfieran en el proceso terapéutico. Dicho de otro modo, debe limitarse a mostrar al paciente exclusivamente el material inconsciente que esté relacionado con su historia. El futuro analista no debe olvidar que:

[...] el vínculo analítico se funda en el amor por la verdad, es decir, en el reconocimiento de la realidad objetiva, y excluye toda ilusión y todo engaño [5].

Aunque es incuestionable que el paciente que llega a consulta ha sufrido a lo largo de su vida algún tipo de injusticia, estas dos instrucciones son esenciales como precaución a la hora de atender y debemos seguirlas si queremos evitar cometer una injusticia epistémica. Sin embargo, considero que, después de todo este recorrido, no deberían de ser las únicas.

5.1. El inconsciente oprimido

Generalmente cuando un paciente acude a terapia es porque considera que algún área de su vida le genera sufrimiento y no sabe cómo resolverla. Puede manifestar, por ejemplo, que los conflictos con la pareja son cada vez más frecuentes; o que sus padres son demasiado sobreprotectores; o que sus condiciones laborales son nefastas; o que le resulta imposible poner límites a sus hijos o que su autoestima está por los suelos, etc. En otras ocasiones, llega con un listado de afecciones como si se tratara del juego infantil de intercambio de cromos «tengui-falti»: «tengui ansiedad», «tengui depresión», «falti el Toc». Por último, también nos encontramos con pacientes que no pueden atribuir su malestar a nada específico, simplemente se encuentran mal.

El abordaje psicoanalítico clásico se ha centrado en investigar qué factores inconscientes están en juego en estos relatos. Se le pide al paciente que se entregue a la regla fundamental del psicoanálisis: la asociación libre. Y, a través de su decir espontáneo y mediado por nuestra atención parejamente flotante, aspiramos a rescatar aquellas mociones reprimidas que contribuyen a la formación de su neurosis. Pero, ¿es suficiente este abordaje?

Es incuestionable que la persona que decide iniciar un proceso analítico también habrá sido víctima, en algún momento de su vida, de algún tipo de injusticia epistémica. Como hemos mencionado, los daños que esto produce pueden ser devastadores: pérdida de confianza en uno mismo, humillación, confusión, inseguridad, dificultades en el desarrollo subjetivo, imposibilidad de relatar una parcela de su vida, entre otros. Imaginemos, por ejemplo, a una paciente que experimenta un profundo malestar debido a su bisexualidad —una orientación, por cierto, muy estigmatizada incluso, dentro del propio colectivo LGTBIQ+—, lo que le genera vergüenza y la lleva a mantenerla en secreto. Durante el proceso analítico, podemos descubrir que el conflicto psíquico de la paciente se origina en un deseo bisexual que el superyó —que alberga las normas y valores internalizados de su entorno familiar y social— no tolera, generando así la represión de su deseo y una constante sensación de culpa.

Sin embargo, al hilo de lo que venimos desarrollando, su malestar puede estar ligado, además, a haber sido víctima de ambos tipos de injusticia epistémica: la testimonial y la hermenéutica. Por un lado, es muy probable que, precisamente por vivir en una sociedad cisheteronormativa, su discurso en relación a la sexualidad no haya sido acogido por su entorno familiar o social o, incluso, haya sido tratado como algo pasajero: «son tonterías», «ya te decidirás». Por otro lado, ese malestar puede estar relacionado con la falta de recursos lingüísticas —debido a que las narrativas sobre relaciones sexoafectivas están mayoritariamente sujetas a marcos heteronormativos— que le permitan comprender su propia experiencia; precisamente porque los discursos dominantes han silenciado o distorsionado su vivencia. Si el analista no es cuidadoso, corre el riesgo de reforzar esas mismas estructuras de exclusión, marginalización, silenciación, estigmatización y, en última instancia, de violencia.

De ahí que considere que el análisis puede cumplir una función clave: no solo posibilitar que lo reprimido emerja, sino también ofrecer al analizado nuevos recursos hermenéuticos para comprender e interpretar qué le acontece. Si esto se logra, —siempre de manera necesariamente procesual—, el paciente podrá ir dotando de sentido a aquellas parcelas de su vida que, hasta el momento, le resultaban incomprensibles. Y, sobre todo, podrá recuperar lo que le fue arrebatado: la capacidad para la razón. Podrá rehumanizarse.

Que quede claro, no se trata de asumir un rol de salvadores. El objetivo será acompañar al paciente a tomar cada vez mayor consciencia de sus conflictos inconscientes, como veníamos haciendo hasta ahora, pero además, proporcionarle nuevos recursos hermenéuticos que le permitan reconstruir una nueva narrativa sobre sí mismo, en la que pueda recuperar su propia dignidad como sujeto de conocimiento y su agencia subjetiva. Por ello, considero que la interseccionalidad puede enriquecer nuestra práctica terapéutica, haciéndola más abarcativa y sensible a las realidades complejas de cada paciente.

En esta línea, propongo incorporar un nuevo elemento en nuestra escucha clínica: el análisis de los ejes de opresión a los que el paciente ha estado expuesto a lo largo de su vida. La interseccionalidad se vuelve así una herramienta analítica fundamental para comprender, de manera más precisa, las múltiples dimensiones de su malestar. Será necesario, entonces, escuchar, validar, acompañar, rehumanizar, y sobre todo, analizar aquellos ejes de opresión que han contribuido a que su voz haya sido deslegitimada.

Nuestra responsabilidad como terapeutas no debería limitarse únicamente a favorecer que emerja lo inconsciente reprimido. También debemos atender cómo operan los ejes de opresión en la vida anímica, para no reproducir las mismas estructuras de poder que han silenciado a los pacientes en otros espacios. Quizás, debamos concebir ahora los deseos reprimidos también como deseos que han sido oprimidos por las estructuras de poder presentes en la sociedad en la que vivimos.

Después de este recorrido valdría la pena preguntarse: un paciente racializado con paranoia persecutoria: ¿padece sólo un delirio incipiente o bien su paranoia responde a un efecto real del racismo estructural, internalizado y vivido en carne propia? ¿La dificultad para expresarse de una paciente debe ser leída como una inhibición individual o como el efecto de experiencias repetidas de desvalorización social y de género? ¿El miedo constante y la ansiedad de un paciente que enfrenta un desahucio son solo una respuesta psicológica individual o un reflejo de las injusticias y desigualdades del sistema económico y social en el que vive?

Personalmente, me niego a vivir En el borde del mundo. No deberíamos vivir En el borde del mundo. Prefiero, como dice Yayo Herrero, antropóloga y ecofeminista:

[...] Poner la vida en el centro: construir políticas, culturas, economías y comunidades que prioricen garantizar una vida decente, una vida que merezca la pena vivirse para todas las personas. Poner la vida en el centro es asegurar que construimos comunidades donde nadie tenga miedo al futuro, donde nadie sufra pensando en lo que le deparará el mañana [7].

Barcelona y Olesa de Montserrat, marzo de 2025

Agradecimientos

Quisiera agradecer a Josep Maria Blasco, quien revisó mi ponencia y señaló las modificaciones necesarias para darle mayor coherencia al contenido; a Oriol Francesch, cuyo apoyo, paciente y lleno de alegría, ha sido un motor clave durante la elaboración de este trabajo, y cuyas intensas interpelaciones y críticas enriquecieron significativamente esta investigación; y a Maria del Mar Martín, que me acompañó a lo largo de todo el proceso de escritura, aportando sugerencias, revisiones, propuestas y un ánimo constante que resultaron imprescindibles.

Referencias

[1] Ana Amat Vendrell. «La mujer en la universidad: de la prohibición a ser mayoría en el aula». La Vanguardia, 8 de marzo de 2021.
[2] Howard J. Ehrlich. The social psychology of prejudice: A systematic theoretical review and propositional inventory of the American social psychological study of prejudice. John Wiley & Sons, 1973.
[3] Michel Foucault. «Verdad y poder». En Michel Foucault, Microfísica del poder. Madrid: Ediciones La Piqueta, 1979.
[4] Miranda Fricker. Injusticia epistémica: El poder y la ética del conocimiento. Trad. Ricardo García Pérez. Herder, 2017.
[5] Sigmund Freud. «Análisis terminable e interminable». En Sigmund Freud, Obras Completas, vol. XXIII: Análisis terminable e interminable; Construcciones en el análisis. Buenos Aires: Amorrortu Ediciones, 1980.
[6] Sigmund Freud. Consejos al médico sobre el tratamiento psicoanalítico. En Obras Completas, vol. XII. Buenos Aires: Amorrortu Editores, 1986.
[7] Yayo Herrero. «Poner la vida en el centro». El Salto Diario, 18 de abril de 2019.
[8] Real Academia Española. Diccionario de la lengua española. 23.ª ed. Madrid: Espasa, 2014.
[9] Angie Thomas. El odio que das (traducción de Sonia Verjovsky). Océano Gran Travesía, 2017.

Notas

1 Esta idea alude a la llamada «escalera mecánica de las relaciones», concepto propuesto por la periodista, editora y escritora Amy Gahran para describir la secuencia normativa que suele darse por supuesta en los vínculos afectivos —citas, convivencia, matrimonio, hijos— y que ejerce presión social hacia un modelo único de relación. 
2 La interseccionalidad es un concepto desarrollado por la académica Kimberlé Crenshaw en la década de 1980. 
3 El efecto Pigmalión es un fenómeno psicológico que describe cómo las expectativas de una persona, especialmente de una figura de autoridad, pueden influir en el comportamiento o rendimiento de otra, propiciando que dichas expectativas se cumplan.